Rabu, 13 Juli 2011

De Cibernética y Seudo-cibernautas Urbanos (capítulo 9)


Siguiente capítulo dle micro-libro de Enricco Wizard:

Lo tengo por cierto que no lo escribió Cervantes, 
pero en aquél momento íntimo, la frase 
garabateada en la puerta del baño (del aeropuerto) 
me pareció cautivadora. Decía más o menos así: 
“Que cin sillo enamorarse de ti”.  Enmarcadas 
en un corazón las iniciales A y G. En letras 
más burdas y sobre el mensaje anterior también 
podía leerse: “Pendejos”.

Instalando software legal
o
Hay una mujer divina en tu vida

Posiblemente, el título más apropiado para este segmento hubiese sido “Instalando Software Ilegal”, pero dáse el caso de que el software ilegal es tan popular que ya no es noticia alguna, y la práctica, ampliamente difundida, de fusilarse o piratearse el software se ejerce impunemente desde hace varios años. Es casi un hecho inaudito el que alguien adquiera un paquete nuevecito con todo y manuales y tarjeta de registro. Los discos ilegales se canjean como si fuesen canicas y la fiebre se desata cuando se trata de copiar el software más reciente. Se convierte pues en cuestión de orgullo el poder jactarse de que se cuenta con la última versión, debidamente pirateada, de Autocad, la cual consiguió copiarse en 27 discos sobre los que previamente se había copiado la versión Deluxe del calendario virtual de la Trevi, en su momento, la mujer más hermosa del planeta. Lástima que dicho momento de hermosura haya durado apenas un par de minutos. Los más habilidosos dominan la moderna técnica del quemado de discos compactos, extendiendo sus tentáculos a la copia ilegal de discos de audio, usualmente de Luismi o Tatiana, otra hermosa, ya que son los artistas más comercializables. Dicho sea de paso, efectuada la ilegal copia del Autocad, las fotocopias de los manuales serán elegantemente engargoladas, para lo cual seguramente se utilizarán unas vistosas portadas con motivos de Dilbert. Lo más probable es que el fraudulento sujeto jamás se interese por utilizar el recién adquirido software, pues es un hecho de que apenas dos de cada diez programas pirateados llegan, en la práctica, a ser utilizados de manera más o menos eficiente. El deporte del intercambio de software es el que mantiene esta vulgar tendencia y la gente seguirá copiando con el único fin de conseguir el software que realmente le interesa por la vía del trueque. La analogía de las canicas se aplica casi en forma transparente. Nuestro preferido es un gallito con destellos violáceos, y en segundo sitio, una catota color plomo. Las demás canicas, con toda su innegable belleza y rotunda perfección, son meramente parte del inventario canjeable. En esta historia, no menos verídica, siempre habrá un pedante que se negará a compartir copias de sus flamantes programas. El mal afamado fulano no sólo se negará sino que nos echará en cara nuestra nefasta actitud tachándonos de retrógradas, y si bien nos va, satirizando nuestra pose de tecnócratas frustrados. Con sus gestos afeminados se negará a cedernos siquiera un vistazo al reluciente manual el cual conservará herméticamente cerrado en el celofán original para evitar así tentaciones. Pero la vida, siempre benévola e impredecible, se encarga de corregir tales entuertos de una u otra forma. A la terrible Marifer, la más divina de las divinas, un día habrá de ocurrírsele que necesita, en calidad de asunto de vida o muerte, una copia de aquél programa de recetas interactivas a fin de preparar una suculenta tarta de manzanas verdes. El insípido fulano se negará al principio, pero todo mundo sabe que la conjunción de los ojos de Marifer y su etéreo acento amielado son una arma letal equiparable a los tóxicos químicos del señor Hussein. En un sutil parpadeo, el imbécil, por usar un adjetivo amable, cederá hasta el blancor de los dientes con el exclusivo pretexto de tener derecho a una rebanada de la tarta que Marifer habrá de confeccionar con esmero y ahínco, por usar una frasesucha trillada. El pretexto, ya de por si inverosímil, será el menor de los inconvenientes para Marifer pues ella sabe que su interlocutor se desangra ya con la puñalada de su aliento de musa cachanilla (aclaro lo anterior para que no exista confusión alguna con las musas griegas; esas son pura fantasía). El imbécil no sólo se dará a la tarea de hacer las copias él mismo, tarea que se extenderá hasta altas horas de la noche, sino que se empeñará en fabricar, una a una y en un perfecto estilo caligráfico a la usanza gótica renacentista, las correspondientes etiquetas. Esgrimidas finísimamente así a pulso vil, este artesanal detalle, de mal gusto a los ojos de la dulcísima musa, será pretexto suficiente para que toda ella finja demencia en cuanto a su ofrecimiento original de obsequiar la prometida porción del postre manzanero. La causa, en apariencia un acto inofensivo y bien intencionado, suele ofender a las más guapas, pues es bien sabido que toda mujer bella tiene una caligrafía por demás horripilante, por lo que cualesquier asomo de insinuación debe evitarse a toda costa. Toda comunicación escrita con las interfectas debe hacerse preferentemente por medio de signos y dibujitos tirándole, de ser posible, a lo “naive”. Ello explica la grandeza de la civilización egipcia y la ancenstral belleza de sus esplendorosas mujeres, por demás diestras en la práctica de la notación jeroglífica. El sentido común nos indica pues que toda copia ilegal deberá numerarse en maya, tal es el camino sugerido antes que inscribir garabatos en latín que pudiesen revelar una perfección arquitectónica en los trazos que sólo serviría para herir susceptibilidades, asunto harto complicado, más aún que las infames copias ilegales.

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