Senin, 11 Juli 2011

De Cibernética y Seudo-cibernautas Urbanos (capítulo 7)



Séptima entrega del micro-libro de Enricco Wizard: 
 
Error garrafal e imperdonable este de
los chinos el no habérseles ocurrido
inventar las tortillas. Esta inteligente
observación se la debemos a Ignacia,
la chica que nos ayuda con el aseo
en casa, pues en ocasión de su cumpleaños
la invitamos a comer un suculento Choy 
Suey. Cuando después de varios minutos vimos
que la jovencita no probaba alimento, y al cuestionarla
sobre el asunto, la ilusa respondió:
-¿Pos a que hora traen las tortillas seño Catalina?-.

El teorema del hot cake
o
Un buen arroz a la mexicana

En mi vida profesional, que poco ha tenido de profesional, me he topado con innumerables personajes del medio cibernético. La gama va desde individuos que son expertos en asuntos harto complejos, por ejemplo, cuestiones relacionadas con sistemas de control en tiempo real utilizando microprocesadores y lenguaje ensamblador hasta verdaderos charlatanes. En honor a la verdad hay que decir que los segundos no son menos habilidosos pues consiguen venderle a más de un incauto, y a precio de oro molido, los citados sistemas que fueron diseñados por los expertos en algún sueño de opio siendo que la solución al problema era tan simple que no requería de un sistema de tan soberbia complejidad. Esto es tanto como prepararse un suculento chorizo toluqueño con aceite de oliva. Los charlatanes, sin embargo, son los principales impulsores del avance tecnológico. Su labor es similar a la de los vendedores de autos sin cuyo empuje la industria automotriz hubiese desaparecido en el precámbrico. Situaciones como la planteada anteriormente propician aberraciones, o como dicen en mi pueblo, en ocasiones sale más caro el caldo que las albóndigas. Por algún extraño motivo, los programadores más talentosos que he conocido son personas cuya formación académica tiene poco o nada que ver con el ámbito computacional. Esto viene a colación ya que refuerza la idea generalizada de que la programación es en realidad un arte manual que se transfiere de generación en generación. Esto explica la inusitada similitud entre el perfil del programador y el del plomero. En ambos casos se requiere de un peculiar talento negociador y su ingenio creador es irrefutable. El programador innato hace el trabajo de la Malinche, en el sentido de que tiene que hacer de traductor de ideas y conceptos que finalmente se aterrizan  y convierten en instrucciones precisas, concretas y legibles para la torpe máquina procesadora. Baste decir que las ideas abstractas son de poca utilidad cuando no encuentran una aplicación práctica y es justo en dicho proceso transformador que la técnica y el arte se conjugan para dar como resultado obras, que si bien no son grandiosas desde una perspectiva artística, satisfacen necesidades humanas prioritarias que nada tienen que ver con lo intelectual. La taza de baño es un burdo ejemplo de tal aseveración. El ingrediente principal de cualquier programa es pues el fulano que está detrás del teclado y que posee el talento suficiente para diseñar un sistema cuya operación resulte tan simple e intuitiva que hasta un contador pueda manejarlo. Es imperativo aclarar que no tengo nada personal en contra de los contadores, por el contrario, de todas las profesiones, son los tipos más ordenados que conozco. En lo particular, a mi contador, jamás de los jamases se le pasó cobrarme la iguala mensual. Asumo que el tipo era bastante ordenado o era un patán bien hecho. Volviendo a los programas, éstos, además de funcionales, deben tener una especie de chispa divina. Cualquier persona que haya hecho cola en una tortillería moderna, esto es, de las mecanizadas, sabrá que la masa tiene que estar a punto o las tortillas simplemente no se cocerán correctamente. No es casualidad que lo mismo se aplique a los programas de cómputo y a las instalaciones de plomería. Escribir un buen programa es tan fácil o tan dificil, según quiera verse, como preparar un buen arroz a la mexicana. No cualquiera posee el talento para hacerlo bien, y mucho menos para hacerlo bien la primera vez. Es aquí donde nos persigue el prejuicio de darnos por vencidos a la primera vuelta. ¿Quién nos dice que al segundo intento no tendremos éxito? Aquí aplica también el teorema del Hot Cake aplicado al desarrollo de programas y que reza, a saber, que el primero nunca sale bien.

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